Ojalá, Señor, te llegue mi voz.
Aquí estoy.
Sin grandes palabras que decir.
Sin grandes obras que ofrecer.
Sin grandes gestos que hacer.
Solo aquí. Solo. Contigo.
Recibiré aquello
que quieras darme:
luz o sombra.
Canto o silencio.
Esperanza o frío.
Suerte o adversidad.
Alegría o zozobra.
Calma o tormenta.
Y lo recibiré sereno,
con un corazón sosegado,
porque sé que tú, mi Dios,
también eres un Dios pobre.
Un Dios a veces solo.
Un Dios que no exige,
sino que invita.
Que no fuerza,
sino que espera.
Que no obliga,
sino que ama.
Y lo mismo haré en mi mundo,
con mis gentes,
con mi vida:
aceptar lo que venga como un regalo.
Eliminar de mi diccionario la exigencia.
Subrayar el verbo “dar”.
Preguntar a menudo:
“¿Qué necesitas?”
“¿Qué puedo hacer por ti?”,
y decir pocas veces “quiero” o “dame”.
Y así sigo, Dios: Aquí, sin más, en soledad.
En silencio.
Contigo, mi Dios pobre.
José M. R. Olaizola